El siguiente texto corresponde al INTROITO con el que inicia el libro La máquina casi transparente (Dos tratados sobre Enrique Verástegui), de Reynaldo Jiménez y Carlos Lloró, publicado por Ediciones Nagauros, Temuco, Chile, en Septiembre del 2019. Agradecemos a Reynaldo Jiménez por autorizar su reproducción en este blog.
No
apagues tu mente
Este libro no habría surgido sin la respectiva conmoción
que implicó, para ambos aportantes aquí presentes, el encuentro y la
frecuentación del obrar verasteguiano. La intensa voz, el carácter originante
de su escritura, dado el sentido práctico-poemático con que Enrique Verástegui
ha desplegado su entrega indeclinable, nos reúne para compartir sendos
acercamientos escuchándola, explorándola ahí donde su (a)puesta al infinito
adquiere visos de gradual epifanía.
Baste considerar nomás y de entrada lo
voluminoso, exhaustivo de su empresa de innumerables, propositivas páginas,
para comprobar, por su peso específico y su sustain,
la rara magnitud de su cuerpobrar, dicho esto en el anexacto sentido de las
puntuales horas-hombre aplicadas por el autor a ese despliegue abarcante,
especie de remixtura de una tradición, pero una a intentar. No por nada la
aparente grandilocuencia, más la sensación de su intrínseco secreto, o misterio
que excede a lo efímero en acto, ese verso: “El universo es una mesa de trabajo
que mi pasión ilumina”. Mucho más acá de cualquier probable anticipación o
confirmable posterioridad a cargo de los estetas del culto poético de ocasión u
otros no menos divinos comediantes, el pensar verasteguiano, que en su búsqueda
de luz no se exime (ni nos priva) de cierto trágico gen, se despliega desde una
renovadamente irreductible interdimensión de soledades, que le compete de suyo
y le incumbe.
Donde la tragedia a todas luces de lo
unidimensional acicatea, aparenta llenar todos los lugares, ocupar todos los
estratos, el legado tan literario como aliteral de Verástegui remite a una
multilocación de la atenta espera a tempo
alterno, que, en su caso, implicó comprometer la urgencia de por vida, y si
bien debió transcurrir, en el andarivel de lo estrictamente compartido, entre
toda suerte de dragones de la mentalidad, propios ajenos, se sostuvo, rozando
el mito, durante décadas, hasta su fallecimiento, gracias quizás a esa
inversión de (o inmersión en) tiempos, rayana en el oficio amanuense de la
infraespera, con la consecuente permanencia en vilo, a filo, en ésa, ejercitada
en la guerra santa (según Daumal,
aquella en que lo que se libra es el interior), si no ejercida, atletismo
grafómano, como al interior de una incubadora álmica.
Ese propósito, pues, esa meta, ese
extramuro intermundos, entre-las-horas-hombre-de-a-pie, al relente del releer,
se perfilan en Verástegui, en ese mientras
sin ralentí de cuántas velocidades temporales ultrapasadas en vilo (como cuando
sintió que levitaba sobre la nieve de París, la noche que salió sin abrigo a
conseguir cigarrillos, exaltado, en plena plasmación de Monte de goce, su libro-film afrodisíaco, donde asoma, numen, la
figura-hiato de ese trickster del cine underground que “firmaba” como Jack
Smith), ergo horas-nadie, horas que uno sabe (en que sólo uno se sabe) rebarajadas en multiálogo
constante con La Cultura (signifíquese todo
lo que se quiera significar, sin pedir más permiso), pulsadas y confluyentes en
los entrelazos del verbo y la voz, hasta que el fragor se tornase,
eventualmente, podría ser, una fragancia, del tenor de una percatación en que
la mente deja de identificarse con la mentalidad, a la vez que cesa el presunto
separatismo entre ambas, o sea y en menos palabras: lo inatrapable mesmo.
Nunca en vano, entonces, esa torsión y
tal esfuerzo por habitar meditativa o meditante la mente, a la margen
disponible de las horas en el refractado pero activo retorno de la inscripción
pensátil, porque acaso hayan sido aquellas las más intensas, las veramente
libres, una vez aprehendido el carril inductivo de la actitud que hace a la
práctica del escribir, del escribir en tanto práctica, pues, en tanto percatación de esa práctica en cuanto
soporte disciplinar para un despertamiento. Y aunque ello pueda connotar, por
lo pronto, una errancia intergéneros, expresión de un mestizaje que siendo de
saberes también lo es de dimensiones, en que el versículo arrastra parsimonias
prosódicas y protocolos de la prosa, arrastres de lecturas que “bajan”
mezclados a la corriente mayor e incorporante de la escritura, antropófaga de
tan omnívora.
Peregrinar paracategorial que, en
principio, al menos, y en cuanto tal, en Verástegui habría implicado evitar,
aunque a qué precio de menosprecio coetáneo, el aposentamiento
tópico-estilístico y por ende la naturalización en lo modal (verbigracia el
conversacionalismo macropolitizado y uniformemente revolucionario a través de
convenciones naturalistas que no partían sólo de la verosimilitud
unidimensional de lo representado o denunciado, sino que, a nivel de la
sintaxis, ofrecían ese instrumental a la mayor “sinceridad” posible, aun si de
buena fe, en buena parte de su generación), poniendo a prueba, al revés, y en
su propia ley, de hecho, la rigurosa elasticidad de su disposición holística,
ajena a los automatismos y extorsiones tópico-temáticas y a la estilística más
o menos composé de la pose.
Pese a las esporádicas brutalidades de
algún dizque periodismo, veces en que se pretendió instalar mediáticamente la
imagen del poeta en la categoría discutiblemente chistosa del excéntrico, del
sabio chiflado, cuando no del linyera cultural (parecido a lo que en otros
momentos se intentara con las figuras no menos desconcertantes de un José María
Eguren o un Martín Adán), el mito-en-vida de Verástegui, mientras él estuvo
para sostener el asta de haces de su proyecto, no fue absorbido por el
espectáculo. (Tampoco ocurre a la larga con Eguren o Adán.) Releyéndolo se
verifica en cambio lo ineludible de esa herida de origen que hace insobornable
a la inquietud por el conocimiento, que así impelida no se posa en uno solo u
otro de sus hallazgos-encuentros, llaga anterior de la que el reenvío
poemático, sin embargo, se hace cargo, o sea carne, es decir marca, en cuanto
causa, destinal.
Verástegui, en sus escritos, no
mostrará tanto el hueso como el fantasma, médula nebular, pues en su voluntad
imperiosa de abrirse paso en la selva de símbolos-conceptos, en pleno
repertorio de reliquias nocionales a rehabitar, toma, ocupa, por campo de
experimentación el rango relativamente abarcable, en aunada incorporación, de
los saberes por él asequibles en-época-y-lugar. Ese reflejo o mejor aun
proyección a distancia de un Renacimiento (Dante dando el modelo) insuflada
imago trasmental, delínea subespecie un manto de contradecires, aserciones en
contraste, latencias semánticas a proseguir en exploraciones quizá
complementarias y no necesariamente coherentizables desde el punto de vista de
algún objeto “orgánico”. A menos que por orgánico, lejos del atajo tajante de
la organización, se acepte asimismo la posibilidad de un desarrollo
imprevisible, incluso, o sobre todo, para los propios supuestos de partida (de
la parla paridadora).
El monstruo nocional que huye de lo
modal del arte más acomodaticio,
afinación de su instinto meditante, encuentra en el anacronismo un
efectivo escape del canon —laberinto de certezas— y allí se erige y desde ahí
se exige, aun reflejándose a piacere
en diversos moldes, como su propio modelo, su propio daimon. Por la herida
incicatrizable de origen pasa la deformidad, pasa lo más bizarro u ominoso,
porque de contrastes se hace y se nutre el serpenteo, luego distinguido como
camino, trazado de arrastres de toda suerte del versus que asimismo, a cada vuelta del cultivo, en cuanto cíclico
sino de eclosiones, hablando en lengua,
en efecto, afectan.
¿Qué de tan alto y aguzado calará en
la llaga, y rarezas aparte llevará, de las narices o una oreja, al intento
transpersonal de diagramatizar una cosmografía en que lo personal, liberado del
lastre de la autoexpresión —la cual en términos de la poética puede equipararse
al nivel más rasante de lo utilitario de una lengua— quede imbricado de forma reversible en lo simbólico? ¿Qué será
semejante salto ubicuo y multánime, si no el esfuerzo del poema integral por transmitir una visión —pathos o Patmos— sin
perder, en aras de la prosodia, la potencia cohesiva del numen impeledor,
renovadamente irrazonable? En la rítmica alegórica del utopismo, ese cosmos que
se intenta, para nada previo a su experimentación, mientras que se nutre hasta
de lo que lo desmiente, deriva de un probar y reprobar diversas capas mentales,
un abrirse y cerrarse simultáneos en el vaivén todoterreno del funambular
umbralicio, que Verástegui curtió mandálico a su maniera.
Incubadora del alma, tarea pendiente,
en fin, pero no para quien incurra en ese intertipo de soledad proproducente,
encarnada de tan procurada en la infrecuencia de habitar la forma, es decir el grado de intensidad irreductible que vuelve propia la onda incapturada. Y a esa
especie de exigencia del ánimasoma en que hay
que escribir (en el sentido de aludir a una vocación en gran medida
misional, de acudir a un llamado, de responder, en fin, a un dictado),
sostenerla apenas en un borde que demarca, más que el radio de alcance, el que
la cosa espesa del concepto pase por eso, o por ahí, y adquiera por darse
ínfulas o por si acaso esas máscaras escriturales que la voz tritura al menor
atisbo de melodía, en pro de otro saque de meta del concepto aparentemente neto
produciéndose, encabalgándose a la luz del subsiguiente matiz, en pro de otro…
Y ello ante la vista quizá no nublada del lector, en grado indoméstico de lo
entrañable, de la ternura incluso, como cuando Verástegui reclama en un
paréntesis acá irreproducible: “pero la flor en mi libro es una mañana donde
yaces invitándome a vomitar mi pureza”.
Se da y aprecia un advenimiento
despacioso (y dispensioso en su derramamiento continental de tinta; se va en
tinta, se diría, su elegancia intermestiza y plurisecular) en que la poesía de
Verástegui frasea por eclosión. Largos y sostenidos solos, él solo, inseparable
de su inagotable instrumento. ¿Aquello que por
ahí adviene, sería el inminente amanecer, todavía indómito, que anuncia lo
que ya encarna, franja arcobalénica o en degradée de esa tierra de nadie que
gusanea entre la revolución permanente y el centro de gravedad permanente?
¿Cómo desactivar —dudo que fuera esto
importante para Verástegui— la pugna estructural entre política y devoción,
cómo permanecer en la tendencia holística sin recoagularse en la doctrina
excluyente (de la inherente contradicción, en principio) y las supervivencias
sectototalitarias de esta o aquella mística? Ergo: ¿cómo no dejar de estudiar
si de veras abiertamente, con los varios niveles de lectura recomendables, o
cómo, en otras palabras, no perder la razón o en qué interzona de la franja, si
es que de tan retenida en sus cabales la susodicha no se halla ya perdida,
displicente con tanto dislate argumental, estrategia manipuladora, técnica
convincente, sin asociarse sino consigo, sin perder la guía vibratoria,
discípula apenas de su inercia de sí?
El carácter anacrónico, de filiación
humanista en sentido romántico, “recuperado”, que tamiza el obrar
verasteguiano, puesto el horizonte (que no el rasero) en lo sublime, supo
esquivar los residuos esquirlados del pequeño debate local, del comentario
descuidado, de la injusticia poética y antipoética derivada de los espejeos
regularmente habituadores de la percepción, y en cambio se propone abarcante
del detalle, acollara en la secuencia cinética imágenes cuya impregnación a
través de la sordina sintáctica acentúa en su tendencia hacia las notas graves
o bajas, hacia un trasfondo incierto de opacidad, sin embargo luminoso si visto
del revés o en calidad de transaparencia del reverso.
La página verasteguiana consecutiva
releída irradia esa impregnación. En la acepción de artesanato furioso podría residir el relativo alivio terminológico
que estaría implicando, sin más, que quien impregnó dejó la impronta de su
almagesto o su estómago, esto es, qué más da(r), qué más podrían dar el magno
mango o la higuera del vecino anterior que aquellos huesos de los frutos y
aquellos goces del saciarse insaciables, brindar las urgentes golosinas
pararrituales al espíritu: repararlo incluso por arte de sanación de las
palabras, si apropiadas, digeridas, rehabitadas.
Aquella tensión subyacente no dejaría
de recordar, a efectos de la vibratoria necesariamente modificante de la
percepción, misma en que confluyen, coautores del acto verbalescente, el arco
de la voz y el signo de su dispar, el raciocinio y la magia, la imagen y la
impermanencia, el canon y lo nunca, la alegoría psicomáquica y la debacle del
debate por la percepción promedio, la sociedad actual y el susto ancestral que la cohesiona, el conocimiento y la
cesación del conocedor, la sensación geométrica y el concepto nebuloso, la
letra de la ley y el margen de la página.
Esa nebularidad incluyente, de raíz
antropofágica, vale insistir, que asoma tras la predominante elocución apolínea
(de un repentismo neoclásico) de buena parte de su trazo, nunca obturó los
incalculables desbordes de ese factor disolvente, que a veces parece apenas
aparecer en alguno que otro de sus escritos (descuento los muchos que no he
leído todavía) pero que suele emerger con la precisión de un temblor, la de ese
y cuál otro, si no, acto vibratorio como una acaso violentamente soterrada
revulsión, la marca de la herida que persiste precisamente por ininterpretable,
el fuera de campo también desde cuyas diagonalidades el esfuerzo verasteguiano
por la unidad (la cual no tiene por qué encajar en una u otra totalidad),
soplada y entonada mudablemente por la concretud, se ve tomada de suyo por el
hecho temporal que reinstalaba en los albores de la alfabetización, el rollo
del papiro que puede ser un acordeón pero que para desarrollarse precisa,
justo, cuando no apronta, la ocupación física, en partitura alterna, del tiempo
de lectura.
Semejante insistencia sinfonista de
Verástegui en su Opus Ad Infinitum muestra a las claras lo entreverado e
inextricable (e inexplicable, a fin de cuentos) entre un alto delirio y una
extralucidez. Ahí también, desde luego, los rastros gentiles del monstruo que
acompaña, un poco al costado, medio bicho medio entraña, incapturable a las
definiciones, al solitario unimesmo
entre lo nosoutro.
Pero, y retomo el inicio de este
introito, es que además este libro fue de hecho planteado por Verástegui, apenas
al comentarle que, un tanto cobardemente, retenía yo un ensayo de unas 80
páginas que se me había impuesto, sin medias tintas, al enterarme de la
inminente segunda y quizá definitiva edición de Splendor en México, cuyo textil de contratapa aportaría y el que
esperaba mechar de aquel derrape. Su siguiente correo, firmado como siempre por
Alarico Vázquez y enviado desde su correo electrónico dukedekeyserling, se limitó a decirme, con su
habitual cordialidad, que me escribiría un tal Carlos Lloró, nombre que me
sorprendió, y más por el hecho de ser éste “músico y escritor cubano residente
en Temuco” (o quizá dijo solamente “Chile”), quien también se hallaba, decía
Alarico-Enrique, ensayando en torno a sus escritos, mientras, como remate, daba
por hecho “un volumen conjunto”.
Verástegui había sido, desde un
inicio, como para tantos, uno de mis referentes más jóvenes desde la antología de
José Miguel Oviedo, Estos 13, de
1973, conseguida apenas apareció en las librerías de Lima, adonde pasaba mis
adolescentes veranos y que exploré locamente sin saber —dudosos privilegios de
la edad— que estaba desapareciendo. Todavía cerca de la retratada por Sebastián
Salazar Bondy en Lima la horrible
(1964), la ciudad de los virreyes, en la que nací sin llegar a residir en ella
y que recién empezaba a conocer, se me presentaba con vetas y contraluces de
asombro de interestratos temporales, anacronismos y toda su violencia social
—una especie de apartheid no
sincerado, hiper hipócrita, en términos del racismo imperante— a la vista. La
recorría con apetito y muchos de sus ámbitos y algunos de sus recodos llegué a
atisbar, con vero afán autodidacta en los pasajes: todo tipo de salas de cine,
galerías de arte que hace rato no existen, museos que han cambiado,
determinadas calles hoy irreconocibles, olores de ciertas casas, piezas,
mínimas librerías que podían aparecer y desaparecer y de donde salía a veces
con publicaciones definitorias. Obsesa rebusca que podía llevarlo a uno a
portales sin retorno, por recorridos irreconstruibles después, o permitía
intuir, por el contrario, enclaves a los que por alguna razón jamás se podría
uno siquiera aproximar.
Invitaciones todas a la poesía del ya
mentado cuerpobrar, precisamente, en cuanto a un ritmo que al andar puede
acontecer y acontece en cualquier momento, es decir de un momento a otro, o de
un hiato al otro, en un parpadeo y lo que allí se ve, caminando simplemente o subiendo y bajando de vehículos
públicos generalmente atestados, de recorridos arduos que obligaban a perderse
un poco más en aquellos lugares como en su resonancia residual abonando la
interioridad de esa interiorización, lo cual ha sido, también, al parecer, la
preocupación de paulatina madurez de Verástegui. En aquel caldo urbano al
inicio ya drástico de la convulsión llamada Años 70, fue que encontré, poco
después del encontronazo crucial con Estos
13, en un abanico de tesoros al solo tirar del hilo, un ejemplar, que sigue
aquí, de la todavía reciente edición (1971) de En los extramuros del mundo.
Enrique tan transparente como siempre fallece
casi joven, sin aviso. ¿Qué hubo en el medio, si no lo de siempre? ¿De repente
es todo lo que hubo?
Diferido reencuentro con Enrique a
través de la conversa translaberíntica con Carlos, por estas páginas apenas en
parte compartida. Pero todo-esto tiene que ver con una dinámica de sueño no
dirigible, pero conducido sin embargo desde algún otro margen del margen del
campo diagramático o del mero filtro atencional de que nos proveamos, sin
descartar la temporalidad que nos vincula, cuya espesura no se descifra más que
en un juego vertiginoso de tan instantáneo, incluyente, por supuesto, de
aquellos pocos, ciertamente, pero cálidos encuentros personales con Enrique,
girando a qué velocidad en alguna vida paralela de la memoria.
Siempre gentil, Verástegui había
colaborado en un par de oportunidades en tsé-tsé,
acción editorial a imitación de voluminosas revistas-libro latinoamericanas del
siglo pasado, cuya lectura transversal a la implantación nocional del concepto
de territorio nacional aplicado a las poéticas, proponía desperfilarlas a
partir de la mostración cruda y concreta de las más diversas singulares
afectando a la poética, sin descuidar sus implícitas perspectivas
micropolíticas y las consecuencias ídem
de ello. En la tsé-tsé #15 (noviembre
del 2004) al amparo del título ojo real,
dedicado lo más imprecisamente posible a un interés muy vivo por las posibles
intersecciones mística/escritura, sin rasero fijo para las “emergencias
espirituales”, la participación de Enrique, “Diez tesis sobre el principio de
Dios”, empieza así:
El hombre moderno necesita a Dios y se
identifica con él en los frutos de su hechura. No hablamos de otro hombre:
hablamos del hombre concreto, real, tangible, actual, que posee sus problemas y
que, sobre todo, los resuelve según los presupuestos del problema planteado. El
problema planteado es tanto la cuestión sobre la existencia de Dios —cuestión
antigua que no invalida en ningún caso la necesidad de Dios— como también la
existencia del hombre en la sociedad contemporánea, urbana, e industrial. (…)
La discusión sobre si es necesaria la sociedad industrial es una discusión
innecesaria: toda sociedad capaz de satisfacer sus necesidades es, de hecho,
una negación de la ausencia de libertad (que es el infierno, tal como lo
representa Dante). El hombre necesita a Dios y se encuentra con él a través de
su capacidad de producción: esa capacidad es Dios mismo. (…)[1]
…sólo por captar el tono, o sea la perspectiva de inicio.
En algún momento del diamante
aparecerá la insurgencia de una falla, sin mella, casi tácita en la malla
verbal como la chorreadura en cierto plano aparentemente inacabado del cuadro,
evidencia de la materia transida por el ajuste (y no sólo en Cronos), y
entonces, acaso, quizá, el desafío extralímite, que algo, alguno, en la
autonominada mente, presiente que puede precisar, necesita decir, afinar y
afilar, acorde con ese ajuste de fuerza que no sólo al solitario le lleva la
vida entera, sino que a los lectores, aun eventuales, nos arranca a un
estadio-conciencia alterno sin perder la única infraguía posible, infrafragua
en seguimiento del hilo justo en su zozobra, sin autohipnosis (ni autoral ni
lectora) para, al arquinterior de la estructura, incorporar, adentrar, tornar
la conciencia tan porosa cuan sujeta a los influjos suscitativos, por qué no
reparadores del devenir, de lo informe, huidizo, del alma.
Un no menos indefinible
calorfrío le sumará relieve a la voluntad empecinada, paraheroica, de
construirse un interior, con ínfulas catedralicias, es cierto, largas veces,
pero en que apenas se disciernen, como en barroca colocación en superficie, las
efigies disparadas del ornamento, las gárgolas de la intuición, los
trampantojos de la idea. E incluso como en el cada vez más ambiguo lema —parte
de maceración propia del símbolo, en cuanto materia que la circunstancia actual y sólo actualmente trabaja— de ese “sueño de la razón” que “produce
monstruos”.
Pero si vuelvo a la sugerencia
reversible del daimon en el ángel es porque una cruza insoslayable se deja
(re)producir aun en la corriente más volitiva de la escritura librada a su
intento, a su propio invento, sin riesgo de esperpento porque lo esperpéntico o
lo serpentínico se asumen en indemostrables coincidencias como geometrías de un
caleidoscopio devenido literna mágica poliplural, adherida a un ritmo, lo cual
no exime ni al corazón ni a la cabeza ni a la mano ni al organismo involucrado
en ese riesgo, donde claramente perderlo todo es parte del juego, con la
salvedad de que ese todo perdido, todo el equivalente volumen de la pérdida
implicada, puesta en juego y en jaque ante el esplendor que la página, espacio
interdimensional por excelencia, continúa trasuntando.
Ahí es cuando, en el mismo
ensayo, el “sujeto elocutor”, por mínimos actos, si no netas decisiones,
puramente sintácticos o sígnicos, nada menos, va predisponiendo al tempo asociativo, no sin antes habernos
exigido aflojar nuestro prejuicio (o fundamentado juicio) acerca del cuerpo de
doctrina implicado cuya preexistencia dada sin cuestionamiento no deja de
recortar el campo en acto del ensayo. El escrito tiene, en consecuencia, algo
de sofocante, algo como un gravamen simbólico al significante (que le resulta
necesario), un resquemor cuasi jurídico aunque en vena teologal (monologante).
Pues en ningún momento se quiebra el huevo semántico: la tensión producida por
ese alisamiento de irregularidades sintácticas en cuanto a la superficie verbal
y la ausencia de interrogantes al interior indiscutido de los símbolos a partir
de los cuales el sentido se construye, bajo el equívoco del supuesto de su
captación compartida. El anacronismo hibrida, vía su parca desmesura, lo que
podría llamarse, no sin riesgos, y en mezcla suntuosa con diversos elementos,
el estilo verasteguiano, implicando ese retén de la entonación conceptuosa que
parece sopesar, recalibrar hasta el más ínfimo desenfreno imaginal.
Tal anacronismo, relacionado
con la concepción abarcante, acaso holística, que irradian tanto Splendor como su poesía ulterior, se
asume desconcertante militancia, en el sentido de una autoprogramación de la
voluntad en aras discursivas por un encarrilamiento al propio programa a
seguir, con la más seria fidelidad al pretrazado puesto que la escritura
poemática también se permite ser ensayo (y el poema integral suele ensayar), algún textil que se esté
escribiendo, dilatada estepa del instante, habrá de brindar su estricto amparo
bajo la letra, la que igual se mueve, en tanto objeto de atención de los
mirares y remirares, aun cuando se planee diagramática, dramáticamente, la
consecución de la Totalidad. ¿O ese todo total no coincide con la agitación, per se, de más de un racimo de
anacronías intermundos?
En ese insólito salto mental
requerido, no para imaginar un Todo sino para sostenerse en su asedio a lo
largo y espeso del tiempo, balsa de Medusa en mar abierto en que trabaja
afiebradamente su interior el amanuense de semejante intuición que lo rebasa,
pero en la que se mantiene fiel en el mayor punto de firmeza posible dentro de
la circunstante fragilidad. En esa insistencia, disciplina que se autoinventa
en pos de una sed cognoscente, asimilada a un apetito expresivo, da la marca de
la poética verasteguiana: ese gesto utópico a favor de una concepción
holística, que lo poético adquiere, exige desplazamientos velocísimos y
tolerancia intelectual respecto a las contradicciones suscitadas (y a suscitar)
porque en Vérastegui no se verifican los contenidos de sus prolongadas
aserciones, las cuales suelen constituir una especie de retícula que avanza por
esos breves ladrillos nocionales de sujeto-verbo y (cómo olvidarlo) predicado,
sino las entrelíneas que fílmicamente plasman, editan, se autogeneran como el
relieve de sus ultramoduladas tomas de voz, disonancias incluso.
Esa posibilidad de pronto
invierte la pesantez de la apariencia estilística, revela una película dentro
del rollo y un caleidoscopio diseminante al interior de cada imagen revelada.
Aparece en la voz autómata la infrecuencia de onda que por su propia
contundencia parece cuestionar todos los automatismos del lenguaje, consecución
de un proyecto en cuya coordenada se rearman los pedazos concientes de (y en)
su mayor implosión. Anacronismo de forma porque trasfondo, otra vez, en que
podría estar desarrollándose, algo metástasis, algo cosmópolis, ese deseo
antropófago investido del ropaje nocional del inmenso Occidente, pero en la
ineludible componenda con las áreas impresentables
del mestizo que, aquí, ya somos todos y cada cual, pero que, bajo determinadas
presiones ambientales, quién sabe qué propagaciones habilitará… (Ese apartheid instalado en las hablas y
hablillas peruanas —y no sólo peruanas— en tanta frase hecha, en tanto
descalificativo relativo al color de los cuerpos, separatismo popularizado con
desfachatez, la discriminación dentro de la discriminación, abundante y tan
naturalizada durante los años formativos de los gestores del concepto de poema integral, entre ellos Verástegui:
el Negro, el Zambo.)
Algo que apenas permite ser
aquí planteado, casi un divague, pliegue de la digresión, puede ser, pero que
asoma, chirriar metálico de dientes que buscan en definitiva morder, absorber más
consistencia: siempre a la luz de Dante y la tradición europea, difícilmente
una mención al sustrato afro, sin embargo, y dicho esto sin una sola prueba
tangible que sepa convencer, de tan pendiente, insurge, brota, yuyo espontáneo,
esperado por nadie, mientras se trata de repensar, como en los Tratados de
Percatación, que la mente, desp(l)egada de los implícitos de la mentalidad,
canaliza, como si la razón librada a sus últimas consecuencias otra vez o por
fin mediumnizara, del eterno retorno devuelto al entorno entrerretén, el
repertorio de la mentalidad pero asumiéndola, estudiándola hasta en los
extramuros del mundo. Pero ese mundo entre los mundos. Ese nudo al fondo
del mundo desnudo.
Desde la construcción de esa
entidad verbalescente que persiste en percibir lenguaje mediante o con la sola
mediación de ese fraseo que lo constituye y sintoniza, con el rigor de una
misión, en sumo grado anarcopédica, con antigua fe en el espíritu que no suele
hallarse entre los escritos de sus coetáneos, Verástegui se entrega (lo cual
significa enteramente eso) a la propia mezcla, la cual es también, como se
sabe, la manera de mezclar, que en su caso se propone ofrenda: sin parodia ni
autoironía y sin descanso.
Uno de los pocos autores que
pueden permitirse no salir incólumes de su acto de inscritura, cuyo anacronismo
deviene consistente en ese mismo andarivel en que se arroga la prerrogativa de
emitir conclusiones inmensas. Pero cuál
es la gracia, como diría Westphalen. Cómo se mide la consistencia de la
gracia. Jacobo Fijman alucinaba perfumes y tocaba el violín (como el Douanier
Rousseau, que componía canciones para sus amigos en fiestas en que se gastaba
todo el dinero por agasajarlos). Juan L. Ortiz, que dialogaba con el río,
declaró en una entrevista que en el pelo de los gatos hay una sustancia
detectada en la estrella Mira. Macedonio Fernández se calentaba en invierno con
un fósforo a la altura del ombligo y dijo sentirse, en tanto porteño, un pez
del aire. Eguren practicó con un dedal la fotografía arcaica, diminuta y sin
negativo, y cultivó su devoción a la diosa ambarina (luego entrevista por
Westphalen). Xul Solar, según cuenta Pettoruti, ante una pregunta
retorcidamente teórica por parte de una posible compradora de sus pinturas y
para espanto de la afortunada, habría contestado: “Yo no sabo”.
¿Y El Ángel Enrique, en cuál
estante del real? ¿Inconcluye, aunque asevere, la décima tesis de su ensayo en
torno al “Dios que no tiene otra función” que “conferirle sentido al mundo”?
El mundo es lenguaje y no se concibe
un mundo sin lenguaje como tampoco se concibe a Dios sin mundo. Ese lenguaje de
que está hecho el mundo no es otra cosa que el mismo hombre creado por Dios,
como reflejo de sí, para enriquecer —a través de la producción tanto de valores
como de signos— el mundo. Un mundo sin valores es impensable lo mismo en el
terreno divino como en la cultura, aunque, al mismo tiempo, sólo podemos
concebir al mundo (esto es, a la materia) como valor. El lenguaje que se
concibe como valor es la verbalización de Dios y el Verbo de que habla San Juan
no puede referirse sino a la verbalización del mundo, la génesis según la cual
se bautiza (se nomina) las cosas precisamente porque las crea aunque la
conciencia de Dios, que es el hombre, que se mueve en un espacio de libertad,
las precisa como sentido, y este sentido es precisamente el mundo. Un mundo
cuya génesis lo mismo que cuyo ser es, según San Juan, el propio Dios que no
tiene otra función, y en eso consistió su acto de creación, en conferirle
sentido al mundo.
Todavía antes, en la tsé-tsé #13 (octubre de 2003, con el
lema de Luis Hernández: ni orden ni
desorden), habían aparecido tres de sus poemas. El más extenso,
transcripto abajo, en afinación conceptista podría llegar a retrotraer a su
admirado, sin duda incorporado Juan Ojeda, pero es también registro
sismográfico de esa pulsación emocionada, suero-de-la-verdad inoculado tal
ejercicio de absorción en la consciencia, mientras la
inconfundible respiración verasteguiana, avanzando siempre por expandidos
periodos, ni tira ni afloja las riendas sinuosas de su rítmico alerta, surfea
sin distinción de superficie los desfiladeros y los burladeros, recita en los
purgatorios, devela, inserta pausas y hiatos, amplía la gran laguna, llaga de
la evidencia que no se captura, abre la interrogante materializadora de los
signos rehabitándolos, y con todo ello se autorretrata en este momento de su
poética, con sincronía maestra, con el pregusto de la posteridad.
Y desnuda de sí misma la voz nos
convoca y alcanza.
Reynaldo Jiménez
[1] Verástegui
confirma: “en tsé-tsé
publiqué mis ‘Diez Tesis sobre el Principio de Dios’, escrito a pedido de los
jóvenes seminaristas de Cañete, lugar donde los ingenieros de Valle Grande como
del Condoray me preguntaban intensamente sobre mi opinión de Dios” (“Jiménez:
entre el peligro y el éxtasis”, diario Expreso,
domingo 24 de julio de 2018).
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